El trabajo de subtitulado no se limita a traducir diálogos. También incluye describir sonidos, música y situaciones que aportan información al espectador. Sin embargo, no todo lo que ocurre en pantalla necesita ser explicado. Cuando los subtítulos dicen de más, corren el riesgo de volverse redundantes y hasta distraer de la trama.
Un ejemplo muy común es subtitular lo obvio. Si un personaje aparece llorando en primer plano, no hace falta añadir [llora]: la imagen ya lo comunica con claridad. Lo mismo ocurre con gestos evidentes, como una sonrisa, una carcajada o un aplauso frente a cámara.
Otro error frecuente es recargar las descripciones. Una indicación breve como [música alegre] suele ser suficiente. Si el subtítulo se extiende en detalles técnicos —“violines ascendentes y ritmo sincopado de percusión ligera”—, termina distrayendo más de lo que ayuda.
También está el riesgo de la repetición excesiva. Si un personaje suspira tres veces seguidas, no es necesario subtitular cada suspiro. En esos casos, menos es más: basta con marcar el primero y dejar que el lenguaje visual complete lo demás.
Finalmente, hay que evitar caer en la narración disfrazada de subtítulo. Escribir [piensa en su infancia] o [se siente inseguro] no corresponde, porque eso no es un sonido ni un diálogo: es una interpretación que debería quedar a cargo del espectador.
En resumen, un subtítulo bien hecho se concentra en lo esencial. No se trata de describir todo, sino de seleccionar aquello que realmente aporta a la experiencia. Porque la función del subtitulado no es contar lo que ya se ve, sino acompañar lo que se oye y mantener el equilibrio entre claridad y fluidez.